LA MORAL LIBERAL DE LA SOCIEDAD COMO FUNDAMENTO DEL DERECHO PENAL

Autor: Cristhian Alexander Cerna Ravines.

Existe un fenómeno que desde hace algún tiempo, en nuestra opinión, viene generando una distorsión en el cómo debemos comprender el Derecho, en general, y el Derecho Penal, en específico, el mismo que nos invita a realizar algunas reflexiones por ser sumamente peligroso si se mantiene; nos referimos al distorsionado enfoque que trajo consigo la mala comprensión del positivismo jurídico1 , a partir del cual no es poco frecuente que estudiantes y profesionales del Derecho excluyan a la moral como elemento fundante de cualquier construcción social, en especial de la jurídica. Ahora bien, a fin de comprender a qué nos referimos con la moral fundante de la sociedad y del Derecho, es necesario entender a la misma en tres niveles: moral particular o individual, moral colectiva o social y moral de la sociedad.

Comentario relevante del autor: La sociedad no puede originarse ni sostenerse a partir de la mera confluencia de individuos per se, no es suficiente una pluralidad estática de personas; sino que es preciso que estos interactúen entre sí, estableciendo relaciones entre ellos mismos. En otras palabras, la sociedad se origina a partir de las relaciones intersubjetivas de sus miembros.

La moral individual, grosso modo, es aquel conjunto de valores personalísimos que conducen el obrar de cada persona; dicho de otra forma, es aquel grupo de patrones conductuales que asumimos, consciente o inconscientemente, como propios y que han de guiar nuestras acciones a lo largo de nuestra vida –aunque pueden ir variando con el tiempo–. Por otro lado, la moral colectiva o social viene a ser una expresión cuantitativamente mayor de la moral individual, que puede considerarse como el punto de concierto de diversas “morales individuales”. Para poder entender adecuadamente ambos conceptos, basta con recurrir a los dogmas religiosos: una clara expresión de la moral colectiva, por ejemplo, es el rechazo de las diversas iglesias hacia la unión civil entre parejas del mismo sexo por considerar que ello es incorrecto, es “malo”; asimismo, dentro de este grupo que sostiene una moral colectiva, existen diversos individuos que asumen lo señalado como propio, formando su moral particular. De lo dicho, la moral particular implica a un solo individuo, mientras que la moral colectiva involucra a un grupo de personas –aunque no necesariamente al total de la sociedad–.

Por otro lado, la “moral de la sociedad” se puede conceptuar como aquellos elementos valorativos que toda la sociedad estima imprescindibles para su mantenimiento, sin los cuales, esta se desnaturalizaría; por lo que el Derecho necesita protegerlos en tanto estos fundamentan al mismo. Siendo así, el Derecho, y por ende el Derecho Penal, solo puede ser considerado como “correcto” en la medida que satisfaga los valores que sustentan a la sociedad tal cual la conocemos; es decir, que deberá cumplir con ciertas máximas que son extraídas de la dinámica social; en ese sentido, coincidimos plenamente con Nino (2008), quien señala que “un gobierno y sus leyes no están auto-justificados. Están justificad[o]s en cuanto ayuden a materializar ciertos principios morales o evaluativos” (p. 14). Estas máximas o principios son los que fundamentan lo que es considerado como “bueno” o “malo” en las relaciones intersubjetivas, de allí que deban ser considerados como “principios morales”. Entonces, la pregunta que debe ser respondida es: ¿cuáles son dichos elementos valorativos o principios morales? Creemos que, entre todos los que pueden ser extraídos de la dinámica social, destaca la libertad; por ende, esta será la que fundamenta al Estado, al Derecho y al Derecho Penal. A partir de ella podremos identificar cómo es que el Derecho Penal debe actuar y qué es lo que necesita proteger, evitando las distorsiones señaladas al inicio del presente trabajo; cuestión que a continuación intentaremos fundamentar.

I. La libertad: principio fundante de la moral de la sociedad.

Para lograr identificar cuál es el principio moral fundante debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿quiénes integran la sociedad? La respuesta parece ser obvia, dado que somos los individuos los que componemos en primera y última instancia a esta. Una sociedad puede prescindir incluso del elemento territorial estable2, pero nunca del humano. Sin embargo, la sociedad no puede originarse ni sostenerse a partir de la mera confluencia de individuos per se, no es suficiente una pluralidad estática de personas; sino que es preciso que estos interactúen entre sí, estableciendo relaciones entre ellos mismos. En otras palabras, la sociedad se origina a partir de las relaciones intersubjetivas de sus miembros. En ese mismo sentido, Adorno (1969) señala que la sociedad es “una especie de contextura interhumana en la cual todos dependen de todos; en la cual el todo subsiste gracias a la unidad de funciones asumidas por los copartícipes” (p. 24); por lo que queda evidenciado que son las relaciones intersubjetivas las que sostienen a la sociedad actual. Ahora bien, ¿cuál es el elemento principal entre las relaciones intersubjetivas? Pues basta con observar las mismas para poder hallar la respuesta, puesto que: [A]sumir una obligación contractual, cometer un delito, elegir donde vivir, elegir con quién vivir, conversar con una persona o con varias, realizar una demanda, renunciar a un empleo, etcétera; son cuestiones que se dan en el día a día e implican libertad al igual que absolutamente todo acto humano. (Cerna Ravines, 2018, p. 16) Es imposible pensar que algún acto humano sea válido en sociedad si es que no está sustentado en libertad, esta última es imprescindible para la existencia de las relaciones humanas; por ende, es el elemento fundamental para que cualquier relación intersubjetiva pueda ser considerada como “correcta” o “incorrecta”, generando que la libertad sea el principio moral por excelencia en la actual sociedad3. Ahora bien, quizá sea necesario perfilar qué debemos entender por libertad. En primer lugar, hemos de señalar que para poder comprender cualquier planteamiento –jurídico en este caso–, es preciso conocer la base filosófica sobre la cual parte el autor; en ese sentido, compartimos el criterio de Sartre (1993), quien precisa que “[somos] un existente que se entera de su libertad por sus actos; pero [somos] también un existente cuya existencia individual y única se temporaliza como libertad” (p. 456); en otras palabras, cualquier acto humano es en sí mismo libertad, a partir de que somos conscientes de nuestros actos podemos considerarnos libres. En términos simples: cuando uno es consciente de lo que dice, a la vez elige qué decir –ello es libertad–, al momento que uno es consciente de sus deseos puede elegir qué color de ropa usar –nuevamente, es libertad–, cuando uno decide cometer un delito es consciente de las consecuencias que su acto acarrea –volvemos a la libertad–; cualquier acto humano consciente ya implica libertad. Entonces, libertad será aquella capacidad que tenemos para actuar de modo consciente y elegir entre las alternativas que nuestro contexto nos presente. Si todos nuestros actos se fundamentan en libertad, entonces las relaciones intersubjetivas –que son actos– estarán fundamentadas en libertad. De ahí que, cuando esta se vulnere, automáticamente la sociedad categoriza tal atentando como “incorrecto” –realiza valoraciones morales–. Más adelante, veremos cómo esto fundamenta el Estado, el Derecho y el Derecho Penal. Entonces, al considerar que la libertad es el fundamento de la sociedad, parece lógico que toda construcción social deba tener el mismo fundamento o, por lo menos, servir para proteger el mismo; en ese sentido, en el siguiente acápite profundizaremos en ello.

II. La libertad como principio moral fundante del Estado.

Como es lógico, toda herramienta debe ser utilizada para la finalidad por la que fue creada, a contrario sensu, puede servir de manera deficiente o simplemente se vuelve inservible; asimismo, hacer uso de “algo” en una función que no le corresponde solo tiende a desnaturalizar su esencia hasta ocasionar que la pierda y se transforme en “otro algo” que no es; quizá el siguiente ejemplo –aunque rústico– nos puede servir para comprender lo dicho: un libro está destinado para transmitir la información escrita por el autor hacia el lector, esa es su verdadera función, ha sido creado para ser leído; sin embargo, también podrá ser usado como “pisapapeles”, y aunque pueda tener cierta utilidad, no será la misma que su propia naturaleza exige, se desnaturaliza el sentido de aquel objeto y pierde –al menos por el tiempo que se le dé un “mal” uso– su ser, se convierte en “algo” que no es. Lo mismo sucede con cualquier construcción social –al fin y al cabo, todo lo que podemos imaginar: objetos, ideas, conceptos, etcétera, son construcciones sociales–; por lo que hemos de procurar que sean usadas para el fin que les es inherente; en ese sentido, se torna fundamental determinar cuál es la finalidad del Estado mismo. Prima facie, qué duda cabe, el Estado debe cumplir con las finalidades de protección y mantenimiento de la sociedad; y es que, desde los modelos superados de Estado, aquélla mencionada ha sido su finalidad. Hobbes (1994, p. 141), refiriéndose al Estado absoluto, mencionaba que este sirve “para asegurar la paz y [la] defensa común”, lo que deja en evidencia la finalidad que tiene esta construcción social: garantizar la convivencia en sociedad. Ahora bien, si el Estado debe garantizar y proteger a la sociedad, es lógico entonces que deba resguardar las relaciones intersubjetivas que dan origen a la misma y, por ende, también a su principio moral fundante –la libertad–; en ese sentido, parafraseando a Hirsch (2005, p. 165), el Estado está constituido por la forma social y lo que las relaciones de los sujetos dentro de ella expresan. Evidentemente, como repetimos, lo que las relaciones entre las personas expresan es, en esencia, libertad. Por lo tanto, recogiendo todo lo dicho hasta el momento, el principio moral libertad es el que sustenta a las relaciones intersubjetivas que dan origen a la sociedad, esta última origina y legitima al Estado actual; por ende, la libertad también será el fundamento del Estado. Siendo así, podríamos realizarnos otra pregunta: ¿de qué se vale el Estado para garantizar la sociedad, las relaciones intersubjetivas y la libertad? La respuesta es simple: del Derecho. La libertad como sustento del Derecho Aseveramos que el Estado garantiza las relaciones intersubjetivas que se fundamentan en el principio moral libertad –y, por ende, protege a su vez a la sociedad–, pero para tal fin el Estado, que es una construcción social, requiere de otra construcción que garantice el cumplimiento de sus finalidades, así se origina el Derecho4. Este último es de vital importancia para el Estado, por lo que se entienden las palabras de Hall e Ikenberry (s/f, p. 10), quienes precisan que el Derecho: [E]s un conjunto de instituciones enmarcadas dentro de un territorio geográficamente delimitado, siendo la institución más importante la que controla los medios de violencia y coerción, con lo que el Estado monopoliza el establecimiento de normas dentro de su territorio (el resaltado es nuestro). Llegados a este punto es necesario realizar el mismo silogismo que ha sustentado el método utilizado a lo largo del presente artículo: si el Estado protege las relaciones intersubjetivas basadas en la libertad –como principio moral–, entonces el Derecho, que es una herramienta del Estado, también debe proteger la libertad. Para notar la veracidad de nuestra afirmación anterior solo piénsese en un contrato en el que alguna de las partes no ha asumido libremente la obligación –ya sea por error o coacción–, es evidente que la valoración moral que se le dará al mismo es como un contrato “incorrecto” y, por lo tanto, el sistema jurídico presenta soluciones como la nulidad del mismo. Entonces, ¿acaso no se está protegiendo a la libertad más que al contrato mismo? ¿No queda evidenciado que la libertad es el elemento valorativo por excelencia para definir si un acto es correcto, válido o legítimo? La respuesta es evidente y reafirma el planteamiento de acto libre que se realizó en el acápite II de esta investigación. Se puede pensar en cualquier tipo de relación intersubjetiva, y la protección que la sociedad, el Estado y el Derecho le brindan a la misma siempre tendrá como principio moral a la libertad. No existe interrelación (acto humano en sociedad) válida que no tenga como fundamento a la libertad. Entonces, ahora es necesario identificar cómo es que lo dicho hasta el momento nos ayudará a comprender de mejor manera al Derecho Penal y las implicancias que lo afirmado tendrá en su funcionamiento. V. La libertad como sustento del Derecho Penal Nuevamente, utilicemos los silogismos tan frecuentes en el presente artículo. La libertad es el sustento moral de la sociedad, la sociedad sustenta al Estado, este al Derecho y dentro del mismo se encuentra el Derecho Penal; ¿no es lógico acaso que el Derecho Penal también deba proteger y fundamentarse en la libertad? Evidentemente, sí, incluso en esta rama del Derecho debe existir un mayor respeto hacia este principio moral, ello con base en los argumentos que esbozaremos a continuación. Manifestamos anteriormente que el contar con una institución coercitiva que permita regular las interrelaciones subjetivas que se producen en la sociedad es la característica más resaltante en un Estado, dentro de este poder coercitivo, el Derecho Penal es el punto central; en ese mismo sentido, Nino (2008) menciona que “el Derecho Penal es el núcleo del poder estatal y la más enérgica arma a disposición de los gobiernos. Su justificación está de este modo intrínsecamente conectada con la justificación de la existencia de los gobiernos” (p. 14); entonces, si la libertad sustenta la existencia de los gobiernos –punto que llega a fusionarse con la existencia misma del Estado–, esta será el fundamento del Derecho Penal. Para reforzar y aclarar el panorama –que posiblemente aún sea confuso– entre la efectiva relación del Derecho Penal y la libertad–, el profesor Meini Méndez (2014, p. 21) señala que: [E]l Derecho Penal protege la libertad que las personas necesitamos para desarrollar nuestra personalidad en sociedad, y lo hace restringiendo la libertad de actuación cuando su ejercicio menoscaba la legítima libertad de actuación de un tercero. A nadie, y menos al Estado, le asiste la prerrogativa de limitar la libertad de actuación de un ciudadano por otra razón. Quien lo hace actúa ilegítimamente (el resaltado es nuestro). Vale aclarar que no es nuestro objetivo estudiar a profundidad las categorías penales; sin embargo, creemos necesario referirnos a ellas de modo ligero a fin de sustentar la hipótesis que hemos considerado en la presente investigación. En ese sentido, empecemos con lo afirmado por Meini Méndez en la cita anterior, en la cual refiere que el Derecho Penal protege libertades; y es que, en efecto, los bienes jurídicos, por lo menos los individuales con más claridad, son en sí mismos libertades, al ser expresión de los actos humanos, los mismos que en un inicio sostuvimos que son inescindibles a la libertad. Demostremos ello con los siguientes ejemplos. Un sujeto “A” es propietario de una valiosa joya, por lo que, sobre la base de las prerrogativas que emanan del derecho de propiedad, él puede usarla como le plazca, puede lucirla, guardarla, destruirla, obsequiarla y un sinfín de etcéteras. De pronto, un individuo “B” sustrae la joya, cometiendo el delito de hurto –sea cual sea su modalidad–. La reacción del Derecho Penal en este caso no se originará para proteger la joya per se, sino que va a resguardar la libre disposición que tiene “A” sobre ella, lo que en realidad se ha vulnerado, y por ende se protege, no es sino la libertad que tenía el sujeto pasivo para realizar lo que pueda ocurrírsele con su bien. El mismo razonamiento puede ser usado para cualquier tipo de delito que atente contra un bien jurídico individual. Se sancionará a una persona que desfigure el rostro de otra, siempre y cuando esta última no haya brindado su consentimiento; pero ¿qué sucederá si existe consentimiento de por medio? ¿El Derecho Penal estará legitimado para sancionar la desfiguración facial –un tatuaje gigante, por ejemplo– de aquella persona que ha decidido libremente permitir tal actuar? Evidentemente, no. En cambio, si la persona no ha consentido el actuar de otra sobre su rostro, y ha quedado desfigurada, ¿deberá intervenir el ius puniendi del Estado? La respuesta es sí, en este caso, en el que no media la libertad de decisión de la persona, el Derecho Penal se encuentra legitimado para sancionar. En este supuesto queda nuevamente claro que el Derecho Penal no protege otra cosa más que libertades. Por otro lado, dejando de observar al sujeto protegido, miremos al sujeto a castigar, quien, grosso modo, solo será sancionado por el Derecho Penal si es que ha realizado una acción de modo consciente, teniendo conocimiento del tipo penal y con voluntad para hacerlo5; no existiendo alguna causa que justifique su accionar y teniendo la capacidad para discernir, motivarse según los dictados de la razón y actuar conforme a ella6. De lo señalado, es tan clara como innegable la connotación liberal del Derecho Penal, no dejando duda para entender que se sancionan actos libres que vulneren libertades; el Derecho Penal se basa, al igual que todo en la sociedad, en el principio moral libertad. Concretando y resumiendo las ideas mencionadas, se ha expuesto que el Derecho Penal protege libertades y solo sancionará aquellos actos que de manera libre las vulneren; si aquel binomio no sucede, el ius puniendi del Estado no estará legitimado para activarse; por ende, es la libertad la que fundamenta, legitima y sustenta al Derecho Penal. Sin libertades vulneradas por hombres libres, no se necesitará de esta rama del Derecho. Consideramos que hasta aquí ya hemos logrado nuestro objetivo, el cual es demostrar que el principio moral libertad, esto es, la moral liberal de la sociedad, sustenta al Derecho Penal; sin embargo, no es ocioso mencionar que, de considerarse el planteamiento que hemos sustentado7 , se deberán descriminalizar tipos penales que no se sustenten en la protección de libertades –como el homicidio piadoso o la ayuda al suicidio–, se podrá redireccionar la tipificación indiscriminada e irracional de conductas que no se sustentan en la vulneración de libertades protegidas –por ejemplo, los delitos de peligro abstracto– y se podrá comprender mejor todos y cada uno de los principios que sustentan al Derecho Penal –proporcionalidad, lesividad, exclusiva protección de bienes jurídicos, utilidad, entre otros– dentro de un Estado de derecho. VI. A modo de conclusión Es innegable que la libertad por sí sola no puede sustentar todas las categorías sociojurídicas, dado que existen otras instituciones que coadyuvan a la misma en su labor –democracia e igualdad, principalmente–, pero es innegable, bajo el punto de partida que hemos asumido, que es esta la que origina cualquier valoración en sociedad. Cualquier consideración de lo “bueno” o lo “malo”, de lo “correcto” o lo “incorrecto”, de lo “aceptable” o lo “inaceptable” tiene su origen en la libertad, ya que no son más que juicios morales; por ende, es posible afirmar que la moral es la que en primera instancia fundamenta al Derecho Penal y, también, la que en última instancia será protegida por este. Quizá es momento de dejar de lado aquel criterio positivista radical, e incluso en extremo constitucionalista, que fundamenta el Derecho solamente a partir de la norma legal o constitucional, respectivamente; es momento de mirar más allá de los constructos sociales y fijarnos en cómo es que funciona la sociedad y en qué se han basado los individuos para idear absolutamente todo lo conocido; solo considerando la libertad como principio moral en la sociedad, podremos llegar en algún momento a un consenso sobre lo que es justo o no en el Derecho. Probablemente, la moral liberal sea la respuesta que necesitamos ante lo que consideramos una crisis moral del Derecho Penal, dado que, tomando como propias las palabras de Lyons (1998): No creo que haya un principio de justicia válido que exija fidelidad absoluta a la ley [ya sea norma legal o constitucional, como ya se dijo] por parte de los funcionarios sin que exista la necesidad de satisfacer condiciones ulteriores [inclusive anteriores, como la libertad]. Así como los acuerdos pueden ser tan inmorales que impidan considerarlos moralmente obligatorios, la ley puede ser tan injusta que impida al funcionario [o al Estado] contraer, incluso prima facie, la obligación –no absoluta, anulable– de serle fiel. (p. 100) En ese sentido, será necesario seguir identificando qué principios morales son, junto con la libertad, los que han de fundamentar la sociedad, el Estado, el Derecho y el Derecho Penal. Es necesario un arduo trabajo de filosofía moral y política en el país para dotar de un sustento coherente al Derecho Penal y sus instituciones.